Critica

Banalización del aplauso. Elogio del silencio

21-08-2018

Hay aplausos de cortesía. Aplausos encendidos. Aplausos atronadores y aplausos de poca monta. Aplausos incontrolables y otros preparados. Los hay mecánicos y espontáneos. Pagados e inesperados. Aplausos cerrados, aplausos de pie y aplausos inoportunos o, incluso, condescendientes. Los hay largos y rítmicos o cortos e intensos. De despedida y de bienvenida. La variedad y tipología del aplauso es tan inalcanzable como lo son las emociones humanas. A lo largo de una vida de conciertos, algunos me han hecho llorar de emoción, reír de euforia o hacerme caer la cara de vergüenza. El aplauso es un ritual de reconocimiento que canaliza una serie de sensaciones complejas e indefinibles. Una convención, sin embargo que, cada día más, tendemos a banalizar hasta convertirla, a menudo, en un rancio y artificioso sustituto del silencio. Este fenómeno tan maravilloso, y a veces tan incómodo, que es el silencio.

En el campo de la música clásica, el ritual del aplauso y su banalización va de la mano de la permanencia de formas de concierto decimonónicas que colisionan con el ritmo vital acelerado de los siglos XX y XXI. Un largo período en el que el circo clásico no ha sido capaz de encontrar alternativas válidas a la dinámica de los conciertos del XIX. Cierto que los conciertos son más cortos y concentrados que entonces -y más que deberían serlo! -, cuando duraban cuatro horas y eran un revoltijo de piezas de diferente formato. Pero en el fondo, si lo observamos con detalle, no ha cambiado gran cosa.

Tratamos de analizar un concierto prototípico actual con cierto detalle y sus inacabables convenciones: primero la orquesta entra en escena (entre aplausos de cortesía); a continuación aparece el coro (entre más aplausos de cortesía). En ambos casos hay una cierta voluntad que el aplauso persista hasta que todo el mundo haya ocupado su lugar, pero este se va volviendo perezoso y pronto entra en una fase crítica y poco motivada.
No hay que gastar fuerzas, que todavía hay trabajo por hacer: entra el concertino (vuelta a empezar); los solistas, si los hay, y finalmente, el director. Toda esta última fase debe ser in crescendo, que todavía hay clases y quien se sube al podio no deja de ser el dueño. La cosa aún no ha comenzado y ya sumamos un buen rato de reconocimientos y convenciones.

La apertura que abre el programa, a menudo poco ensayada y que sirve para calentar la orquesta, termina y nos despertamos con nuevos aplausos para mover un poco los músculos y prepararnos para lo que, verdaderamente, hemos ido a escuchar: el concierto o sinfonía en que se fundamenta el programa. Pero aquí, mira por donde, la cosa cambia: si antes de empezar nos hemos hartado de aplaudir, la tradición dice que, entre los movimientos del concierto o de la sinfonía, no se puede, lo que, a menudo desconcierta al público novato o inexperto.
Al fin y al cabo, la “canción” ya ha terminado y ha sido bastante bonita. Algún valiente, incauto, se tira a aplaudir, con la reprobación evidente de los sabios de alrededor, que ya hemos previsto la interrupción. Son cosas que un perro viejo de las salas de concierto ya huele. La nariz te dice: hoy hay un público de aquellos que ha venido a aplaudir y disfrutar, y aplaudirá y disfrutará pase lo que pase!

Otro momento de tensión aplaudidora es el final de una obra que acaba con un largo y sutil pianissimo de las cuerdas, de aquellos tan trabajados y difíciles de conseguir por parte de la orquesta, y que, si tienes un nivel de sensibilidad mínimamente superior a un cardo, hace que retengas la respiración con los músicos: pongamos, por ejemplo, el final del Tristán wagneriano o de la “Canción de la tierra”. Es entonces cuando, inevitablemente, aparece el entusiasta, el impaciente, aquel ser competitivo por naturaleza que quiere ser el primero en celebrar el final. Y normalmente no lo hace discretamente, no. Le ha gustado mucho, pero mucho, y su fervor es tan incontrolable que justifica hacerse joder a todos los que, de manera absurda y pretenciosa, pretenden retener aquella última vibración.

A estas dinámicas demoníacas propias del sector clásico, en los últimos años hay que añadir la influencia de los conciertos pop-rock, en los que, por la misma dinámica del evento, el aplauso es absolutamente discrecional, debido en buena parte al elemento decibélico. Y finalmente, los programas televisivos, en los que el aplauso marcado por el guión y por un concejal hiperactivo dedicado a tapar huecos incómodos de silencio y vender, así, una falsa sensación de euforia, de felicidad prefabricada y éxtasis low cost.

Se preguntaba Milan Kundera en su novela “La inmortalidad” porque, a partir de un determinado momento, los humanos comenzamos a sonreír en las fotografías. A comienzos del siglo XX el fotografiado no sonreía, se mostraba serio y formal, consciente de que tal vez sería el único retrato que le harían en toda su vida y que, por tanto, era un documento casi oficial. Pero poco a poco, con la generalización del soporte fotográfico y los cambios sociopolíticos, empezamos a tener la necesidad de hacer patente, sin pudor, nuestra felicidad, un concepto que se empezó a cotizar al alza en bolsa. De allí a Instragram, un pequeño paso.

A veces pienso que con los aplausos, tanto en los conciertos como en general, pasa lo mismo. Son una exhibición impúdica y onanista de nuestra felicidad, sea esta del perfil y del nivel que sea. Por lo tanto, a aplaudir malditos! Aplaudimos en los conciertos, toque o no toque, valga o no valga. Aplaudimos en cualquier actividad o manifestación. Aplaudimos incluso en los enterramientos. Y, finalmente, nos aplaudimos a nosotros mismos en uno de los actos más insoportablemente vergonzosos que hemos instaurado.

Y mientras tanto, desterramos el silencio. Aquel silencio sobrecogedor que, de vez en cuando, se percibe durante un concierto y que te hace sentir parte de un cuerpo, de un ser vivo compuesto de una sala, unos músicos y un público que vibran con el mismo diapasón, que respiran acompasados ​​y que es la señal inequívoca de que el fenómeno de emoción y comunión, a través de la expresión artística, se está produciendo. O aquel silencio, también, al final de una experiencia musical que te deja sin aliento para aplaudir.

Aquel silencio antes de un primer acuerdo, que te prepara para sumergirte en una aventura o, simplemente, el de una pausa expresiva, sabia, de un intérprete que es capaz de retener nuestro corazón en un puño.
Sin duda hay ovaciones emocionantes, pero nunca, nunca, nunca, un aplauso logrará el reconocimiento y la emoción que pueden crear unos segundos de silencio, de verdadero silencio, de aquel que se podría cortar con un cuchillo y que no querrías que acabara nunca. Ewig, Ewig .




Fotos: creative commons. 

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