Critica

Las segundas partes son igual de buenas. Como mínimo

22-09-2018

El pasado día 19 de septiembre en el Palau de la Música Catalana recibió, por segunda vez consecutiva, el dúo formado por Gustavo Dudamel y la Mahler Chamber Orchestra en un concierto enteramente memorable.
 

El director venezolano Gustavo Dudamel se colocó en frente de la Mahler Chamber Orchestra por segunda vez en una sola semana y regaló una velada fantástica al público barcelonés que, esta vez y después de hacer sonar varias advertencias al respecto, se aseguró de silenciar los teléfonos móviles.

El repertorio de la segunda tarde fue la Sinfonía n.3 en Re mayor, D.200 de Schubert, autor que hizo de puente entre ambas veladas, y la colosal Sinfonía n.4 en Do mayor de Gustav Mahler.

Las primeras notas de Schubert llenaron rápidamente la sala de una técnica y una sonoridad impecable que, los que tuvimos la suerte de repetir, ya habíamos podido disfrutar la noche anterior. La sinfonía, de un sabor absurdamente clásico, se presentó como una especie de aperitivo y calentamiento para los intérpretes que, al igual que el auditorio, esperaba el Mahler con impaciencia. No obstante, la flauta solista Chiara Tonelli demostró de nuevo una técnica impecable, un sonido delicioso y una musicalidad fantástica, a la que se le sumaron, durante la primera parte del concierto, el clarinetista solista, el oboe solista y el fagot solista. Magníficos intérpretes y músicos que hicieron de la sinfonía de Schubert, junto con una sección de cuerdas maravillosa y relajada, una audición deliciosa. La sinfonía se fue desplegando y fue en el cuarto movimiento, con el impulso del Presto vivace, que la orquesta pareció estar en plena marcha otra vez, preparada para encararse con Mahler y con el carácter ciertamente distinto del principio de la velada.

El inicio de la cuarta sinfonía de Mahler fue otra vez impecable, aún con el olvido de apagar las luces de la sala. La sección de clarinetes, que ya se había lucido en la primera parte, volvió a dejar claro que si, que era fantástica. Los violonchelos, por otra parte, volvieron a lucirse en las líneas melódicas del inicio de la sinfonía. El brillo del primer movimiento, con la sonoridad característica del turn-de-siècle, dejó bien lejos la primera parte del concierto, de carácter camerístico, y rápidamente adentró la sala en un estruendo de paisajes sonoros que pasaron por la nieve navideña de los países nórdicos, los prados escarchados de los Alpes y las salas de valses de Bohemia para ir a acabar en casa del demonio del segundo movimiento. El demonio, caracterizado fantásticamente por el violín de Raphael Christ, el concertino, afinado un tono por encima del resto, brilló en medio del Palau y de la orquesta, recordando de nuevo el fantástico trabajo del día anterior.

Una vez superada la visión endemoniada y a ritmo de vals, la orquesta se adentró en un espacio celestial, guiada por los violonchelos, delicadísimos, acolchados por los contrabajos que aportaron la solidez justa y necesaria para no caer en la fragilidad del momento. Los armónicos agudos agudísimos de los violines primeros y segundos aguantaron la tensión magistralmente, dirigidos por la mano de Dudamel, que parecía estar tejiendo una nube de azúcar.

La finura y la sutileza del adagio se fueron rasgando con los glissandi de la cuerda y el viento sin perder sentido, como si tuvieran que descolgarse de un hilo de seda pero no fueran capaces de decidirse. En medio de este espacio celestial y rosáceo los violonchelos tomaron la batuta de la mano de Dudamel y se encaminaron de nuevo hacia los prados escarchados y la nieve de Bohemia para volver a pasar por cielos, nubes, armonías deliciosas y armónicos delicados. De nuevo, la Mahler Chamber había dejado el listón bien alto y aún no se había terminado el concierto.

El cuarto movimiento recuperó el espíritu viajero del inicio e invitó Golda Schultz a levantarse de la silla y entonar las primeras frases. La voz de Schultz, tímida y aterciopelada pero convencida de sí misma apareció como una compañera de viaje excelente, junto a la que la orquesta se encaró al último tramo de la velada.

La quietud del “Kein 'Musik ist ya nicht auf Erden, die unsrer verglichen kann werden” (“hacia música no hay en la tierra, que se pueda comparar con la nuestra”) sumió el Palau bajo un manto de ternura y un sentimiento de calma fantásticos que, tristemente, se interrumpieron antes de tiempo con los aplausos atronadores y los bravo precoces que parecían a punto de explotar de emoción. Y bien, ¿quién es capaz de refrenarse ante tanta emoción? El público del Palau seguro que no.


Fotos: Palau de la Música Catalana.

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