Critica

Impresión sin hondura

26-09-2018

Invitando al joven director alemán David Niemann, la Orquestra Simfònica del Vallès ha comenzado la temporada en el Palau de la Música Catalana de forma enérgica con “La Novena de Beethoven” como título y reclamo del programa. No era, sin embargo, ese el principal factor de interés, sino la de Un superviviente de Varsovia de Arnold Schönberg a la que se le invitó a hacer acto de presencia entre la sinfonía. La expresión no es retórica: se decidió fragmentar en dos partes la Novena y entre segundo y tercer movimientos colocar la pieza, enlazando su final con el inicio del Adagio molto.

Como hace un año la orquesta comenzó su temporada con la misma Novena. ¿Qué más se puede decir de una obra como esta? Nada. En cualquier caso hay que ser muy atrevido para hacerlo pero es fácil: basta con tener una ocurrencia. Más difícil es procurar comprenderla, desentrañar algunos detalles, dibujar los planos y líneas melódicas que brotan de la turbulencia de grandes masas sonoras. En este caso, existía un argumentario que las mismas notas al programa ya detallaban, reduciendo Beethoven y Schönberg a una manida dicotomía: luz y oscuridad, humanismo y barbarie. En cualquier caso, la apreciación es muy subjetiva pero eso me sugirió: una obra maestra del siglo XX fue presentada como un desagradable medicamento que debíamos tragar entre dos ricas y frescas raciones de Vichyssoise, para que no nos quedara un mal sabor de boca. ¿Por qué Beethoven la luz y Schönberg la oscuridad y no al revés? La respuesta es demasiado evidente. Por motivos ajenos a la propia música que no dan razón de ella y sólo contribuyen a consolidar lugares comunes que confunden.
 
Con una respuesta, agilidad e implicación elogiable por parte de la orquesta, los grandes desafíos para Niemann no fueron técnicos sino de concepto. Más allá de algunos descuidos de los metales al inicio, con unos tempi incómodos para los intérpretes, desde el primer movimiento se cayó en tantos excesos que el resultado terminó por ser plano en demasiados pasajes. El Adagio molto (recordemos, enlazado con el final de Un superviviente de Varsovia) duró siendo tal cosa menos de un minuto: fue el tiempo aproximado que Niemann dejó respirar y frasear a la orquesta, que volvió a verse arrastrada a la corriente buscando la estabilidad para no naufragar. Las maderas, muy inspiradas y de sonido limpio y cálido, no recibieron siempre la relevancia que requería el discurso sinfónico. La batuta hizo tan difícil la consistencia y el empaste que desaparecieron dinámicas y sutileza en las transiciones, el corazón del lenguaje sinfónico beethoveniano. Sólo en ciertos momentos se pudo negociar algo carácter y tempo, en particular en el último movimiento que contó con un cuarteto vocal muy solvente formado por soprano (Elena Mateo), tenor (Eduard Mas), mezzosoprano (Cristina Segura) y barítono (Josep-Ramon Olivé). Destacó el buen desempeño de este último, que sobresalió más en el registro agudo que en el grave, así como el cuidado fraseo de Mas. El coro, formado por el Cor de Cambra de Granollers y el Lieder Càmera, mostró buena emisión y meritorio equilibrio, aunque una mayor gradación sonora hubiera redondeado una interpretación notable.
 
En su última etapa en Los Ángeles, durante doce días del verano de 1947 Schönberg escribió Un superviviente de Varsovia: una obra de gran impulso dramático que consigue concentrar, con una orquestación muy detallada y especial, un testimonio explícito y literal del horror en un guetto de Varsovia. Con una ínfima perspectiva histórica, Adorno se refirió a ella como “la única obra de arte de la época que fue capaz de mirar a los ojos al terror extremo y resultar estéticamente perentoria”.  El texto, fruto de testimonios recogidos por el compositor, fue proyectado por un espléndido Fermí Reixac, acertadamente hiriente y visceral. Pero la alegría que produce ver programada una obra como Un superviviente de Varsovia, en una ciudad en la que es prácticamente imposible escuchar algo de Schönberg y menos si es para orquesta, no fue completa. Desde la fanfarria inicial en las trompetas, que ya señala con agresividad las cuatro primeras notas de la serie dodecafónica, la lectura persiguió el impacto. Buscando la impresión con cierta ligereza y sin la hondura necesaria, Niemann perdió la visión de conjunto y el desarrollo en esa estructura tripartita que se corresponde con la voz del superviviente, el soldado alemán que recuerda y por último la plegaria de los prisioneros en el coro. La precipitación de nuevo dañó la estructura, y el efectismo deshizo gran parte del aspecto trágico de la obra. Y eso sí es grave porque esa tirantez, ese crecimiento dramático tan característico de la partitura resultó imperceptible debido a los excesos y la falta de matiz, de tal modo que cuando llegó la entrada del coro masculino cantando el Shemá Israel en el Höhepunkt de toda la obra, ésta de deshizo como un terrón de azúcar: el grito de desesperación que sólo puede dirigirse a Aquél que no puede ser interpelado ni representado, quedó reducido a una circunstancia sonora desagradablemente agradable.
 
A tirones se llegó al final con la Novena y tras la explosión triunfal que culmina la obra el público dedicó una larga y entusiasta ovación en pie. Pese a lo dicho la orquesta es lo suficientemente fiable, el proyecto sólido y la temporada más que interesante, para que un programa en mi opinión mal planteado, con un director de conceptos vagos y empeñado en estrangular la íntima musicalidad de esta orquesta, no quede más que como una anécdota. Sin ir más lejos, la próxima cita en el marco del Festival de Música Polaca, con una batuta seria y solvente como la de Víctor Pablo Pérez y una gran promesa del piano como Szymon Nehring, promete una gran tarde de música a la que no deberíamos faltar.   


Fotos: Orquestra Simfònica del Vallès-Palau de la Música Catalana (Portada, Foto 2), David Niemann (Foto 1)

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Aina Vega Rofes
Aina Vega i Rofes
Editora
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