Critica

Joan Guinjoan: bondad y música

02-01-2019

Joan Guinjoan atraía por su trato afable. Le llamabas o lo saludabas en alguna ocasión y siempre respondía con una buena palabra, con un gesto afectuoso. Se acordaba de ti y era muy agradecido en todo lo que hicieras en relación con su obra. Según cómo, no parecía un compositor, ni un músico, si se me permite el prejuicio a menudo confirmado de que este tipo de artistas viven ensimismados en su lucha cotidiana con el pentagrama o con el instrumento y tienen poco margen mental para cultivar la bondad. En la personalidad de Guinjoan y también en su música, hay sorprendía encontrar esta bondad, esta amabilidad vez de comunicarse con los demás y al mismo tiempo, también, de comunicar su búsqueda sonora.

Así como en su personalidad fluía esta facilidad de trato, en su obra, encontramos grandes dosis de ironía y de sentido del humor, de una mirada rigurosa pero a la vez socarrona hacia la música de su tiempo, de su generación, la que a partir de los años cincuenta quería subir al tren de alta velocidad de la modernidad que salía de París y que los llevaba hacia Alemania. La dificultad era hacerlo sin perder la temperatura de nuestra meridionalidad, manteniendo nuestra luz, nuestra alegría. La música de Guinjoan es alegre, sí. No escatima ocasiones para especular en la armonía y encontrar una voz propia en el lenguaje musical marcado por la Segunda Guerra, lo que tendía a amurallarse de disonancias por no bajar de esta falsa torre de marfil que hemos llamado “música contemporánea”. Su grupo Diabolus in música ya denotaba con este nombre la ironía con la que Guinjoan le gustaba transitar por el mundo de la música en momentos en que la cultura catalana se reafirmaba sin complejos en sintonía con Europa, antes de que las invasiones (de los bárbaras civilizados) ahogaran nuestra música en un estándar inocuo que sólo se preocupa de no desafinar.
 
Guinjoan, como Miró, como Gaudí, como tantos otros tarraconenses de alma luminosa, hacía una música donde brillaba la humanidad, la palabra, la esperanza y, también, el buen humor, esta capacidad de ver la realidad desde un ángulo inesperado. Recordemos, por ejemplo, la obra El diario (1977) para conjunto instrumental y voz, con texto de Josep Maria Espinàs. O su Canto arcaico, que Anna Ricci y Xavier Joaquín habían estrenado el Nick Havanna en 1994. O la Fanfarria estallando que compuso para la inauguración de L’Auditori, en 1999. Por ello, es una música que no pesa, que no cae, sino que despegando nota a nota por caminos etéreos formando geometrías de muchos colores, como su Trencadís, que para mí es la quintaesencia de su sensibilidad sinfónica lírica y colorista.
 
Joan Guinjoan supo condensar muchas virtudes del siglo XX para hacer una obra personal y completa, extensa y curiosa, que abarca grandes y pequeños formatos y que, además de todos los homenajes que recibió en vida, tiene suficiente robusticidad y elocuencia para colocarse sola, por sí misma, de la mano imprescindible de los intérpretes que la mantengan viva, entre las voces más destacadas del cambio de milenio, junto a sus amigos y rivales, del grupo que formaron con Xavier Benguerel, con Josep Soler, con David Padrós, con Joaquim Homs o con Francesc Taverna-Bech, nuestros músicos universales más recientes.


Fotos: Joan Guinjoan

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Aina Vega Rofes
Aina Vega i Rofes
Editora
ainavegarofes