“Lloro con la más profunda emoción cada vez que pienso en el hombre que lo es todo para mí. Ya no poseo ni pies ni corazón. Son de su propiedad, dueño mío. Sólo me quedan dos manos, las desea también? “(Carta de Richard Wagner a Giacomo Meyerbeer, 3 de mayo de 1840).
Frecuentemente se ha presentado a Richard Wagner como un oasis en medio del convulso siglo XIX. Un compositor aislado en un panorama operístico decadente y con unas poquísimas influencias musicales: nadie olvida del genio inspirador de Beethoven, que por otra parte nunca llegó a ser un gran operista. Bayreuth, el santuario wagneriano, sólo ha permitido que en contadas ocasiones la última sinfonía del genio de Bonn fuera interpretada en su sagrado escenario, estableciendo así una conexión única pero del todo incompleta. Incluso las puertas del veraniego festival permanecen cerradas a gran parte de la juvenil producción del propio Wagner, pretendidamente indigno de ser tenida en cuenta.