Critica

Los nacionalismos del s. XIX vistos por la OCM y Esther Yoo

17-02-2019

El próximo domingo 24 de febrero, el Palau de la Música acoge un nuevo concierto de la temporada de la Orquestra Simfònica Camera Musicae (OCM) con la violinista Esther Yoo, bajo la batuta de Tomàs Grau, para interpretar Sibelius y Dvořák en un concierto que lleva por título “La virtud de hacer grande algo pequeño”.

Hasta mediados del siglo XIX, la historia de la música y -por extensión, la historia del arte-, había seguido una dirección bastante unívoca en Europa como para tener claro que después del Renacimiento viene el Barroco, el Clasicismo, hasta el Romanticismo. En este momento, el artista se emancipa de la sociedad que lo ha sustentado durante siglos -la relación artista-mecenas- y va en busca del Yo y una nueva idea de Belleza. Los artistas románticos quieren acariciar el Absoluto en un impulso irrefrenable de alcanzar la trascendencia y poner la subjetividad por delante de los hechos -de aquí surgirá, como reacción, el Positivismo en filosofía y el Naturalismo en artes plásticas y literatura. En este contexto nace un gran interés por la Naturaleza y todo aquello que sirve de aislamiento del ruido de una ciudad industrial. Con la caída de Dios, el hombre debe convertirse en Übermensch y crear unos nuevos valores a partir de su transmutación, para que los que han estado vigentes hasta ahora son decadentes y caducos.
 
La Voluntad de Poder (Wille zur Macht) va acompañada de uno de los primeros “ismos”, Nacionalismo, fruto de la conciencia que el pueblo toma de pertenecer a un lugar que es su nación y no sólo un haz o una tierra perteneciente al dueño que en la siguiente guerra puede cambiar de bandera. Así se entiende la unificación de Alemania e Italia, el pangermanismo y el paneslavismo, que continuarían vigentes a principios del siglo XX, junto con el estallido de las vanguardias que fueron, primero, una premonición de la Gran Guerra, y luego su análisis minucioso.
 
El concierto de la OCM tiene un marcado componente nacionalista finlandés, por un lado, y checo, por otro, con Sibelius y Dvořák. La violinista Esther Yoo, que estará a las órdenes del director artístico y maestro titular de la OCM Tomàs Grau, presenta un “tono oscuro y aristocrático” (Gramophone Magazine) y es consiederada una “artista impecable” (South Florida Classical Review). Esther Yoo captó la atención internacional en 2010 al convertirse en la ganadora más joven del 10º Concurso Internacional Jean Sibelius de violín con sólo 16 años. En esta ocasión podremos disfrutar de su virtuosismo con el Concierto para violín y orquesta, op. 47, de 1904 -con una revisión de 1905 que estrenó Richard Strauss-, del finlandés Jean Sibelius. Este es el único concierto que compuso el artista para un instrumento solista.
 
Su complejidad técnica es patente desde el principio y significa una gran carta de presentación para cualquier violinista, por el virtuosismo plasmado en la página, combinado con un maravilloso melodismo con aires nórdicos. La obra comienza con un carácter mistérico, que poco a poco se va abriendo hacia la luz, sin soltar la huella de la música tradicional, con un predominio del violín solista y las cuerdas, a las que se van añadiendo los vientos por ensanchar la base armónica. El primer movimiento cuenta con una extensa cadenza solista de una belleza indiscutible que adopta el rol de desarrollo dentro del marco de la tradicional forma sonata. La música de Sibelius a menudo se asocia a la melancolía y el sonido sombrío, pero de la oscuridad siempre acaban emergiendo sonidos de esperanza.
 
El segundo movimiento es muy lírico, introducido por clarinetes y oboes que conducen a la hegemonía de la cuerda, acompañada de disonancias por parte del viento-metal. El último movimiento fue descrito como “polaco con osos polares”, una alegoría de su dificultad. Se abre con percusión, y el violín entra en Sol Mayor y pronto aparecen los característicos staccati, con movimientos complejos del arco. Sigue un vals con variaciones y todo termina con un pasaje sardónico con desarrollo de los armónicos del violín y un final heroico.
 
Antonin Dvořák escribió la Sinfonía núm. 8, op. 88 en 1889, una obra que refleja no sólo el humor más feliz del compositor, sino también su compromiso con el nacionalismo checo. La obra es luminosa y optimista, de carácter grácil y con pequeñas fórmulas melódicas que son como gotas de rocío por su frescura y belleza. Era un momento muy fructífero para Dvořák, que hubiera deseado que las notas que le aparecían a la mente se plasmaran directamente al pentagrama; era un eterno brotar que se refleja muy bien en la riqueza melódica y el entramado armónico de la partitura, con grandes cambios de dinámicas y pasajes que presentan nuevas maneras de afrontar la forma sinfónica.
 
Al primer movimiento destaca la tonada con simplicidad folclórica, interpretada por la flauta, así como el segundo tema también parte de la tradición checa, por el artificio usado: repite el compás de apertura dos veces antes de seguir adelante. El segundo movimiento, también de forma inusual, cuenta con un pasaje exquisito del violín, la flauta y el oboe que evoca los aires de pastoral que podían haber influido la concepción de la obra, en el retiro a su casa de verano . El tercer movimiento se abre con un vals donde Dvořák deja huella de su tierra, para dejar paso a un tema deliciosamente acompañado por cuerdas y timbales -esta melodía está presente en su ópera Los amantes obstinados. El movimiento termina con cierta apariencia de simplicidad para la evocación a las danzas eslavas del compositor, y la última parte de la obra es marcada por la forma fanfarria, densa, contundente, efectista y resolutiva.
 
“La virtud de hacer grande algo pequeño” es como la OCM ha llamado este concierto. Realmente, las obras no son pecata minuta, pero sí que rinden homenaje a regiones que -especialmente la República Checa- han tenido que luchar para hacer convivir sus rasgos identitarios, maravillosamente plasmados por algunos artistas, en medio de la ortodoxia de la historia de la música occidental. Hay que reivindicar lo único entre lo común, lo que nos diferencia por ser más conscientes de que estamos en un mundo homogeneizador y que se esfuerza en poner en moldes conceptos y personas. La gran explosión de finales del siglo XIX, que tuvo como consecuencia la riqueza del XX, se ha de preservar y difundir, como lo hace la El segundo movimiento es muy lírico, introducido por clarinetes y oboes que conducen a la hegemonía de la cuerda, acompañada de disonancias por parte del viento-metal. El último movimiento fue descrito como “polaco con osos polares”, una alegoría de su dificultad. Se abre con percusión, y el violín entra en Sol Mayor y pronto aparecen los característicos staccato, con movimientos complejos del arco. Sigue un vals con variaciones y todo termina con un pasaje sardónico con desarrollo de los armónicos del violín y un final heroico.
 
Antonin Dvořák escribió la Sinfonía núm. 8, op. 88 en 1889, una obra que refleja no sólo el humor más feliz del compositor, sino también su compromiso con el nacionalismo checo. La obra es luminosa y optimista, de carácter grácil y con pequeñas fórmulas melódicas que son como gotas de rocío por su frescura y belleza. Era un momento muy fructífero para Dvořák, que hubiera deseado que las notas que le aparecían a la mente se plasmaran directamente al pentagrama; era un eterno brotar que se refleja muy bien en la riqueza melódica y el entramado armónico de la partitura, con grandes cambios de dinámicas y pasajes que presentan nuevas maneras de afrontar la forma sinfónica.
 
Al primer movimiento destaca la tonada con simplicidad folclórica, interpretada por la flauta, así como el segundo tema también parte de la tradición checa, por el artificio usado: repite el compás de apertura dos veces antes de seguir adelante. El segundo movimiento, también de forma inusual, cuenta con un pasaje exquisito del violín, la flauta y el oboe que evoca los aires de pastoral que podían haber influido la concepción de la obra, en el retiro a su casa de verano . El tercer movimiento se abre con un vals donde Dvořák deja huella de su tierra, para dejar paso a un tema deliciosamente acompañado por cuerdas y timbales -esta melodía está presente en su ópera Los amantes obstinados. El movimiento termina con cierta apariencia de simplicidad para la evocación a las danzas eslavas del compositor, y la última parte de la obra es marcada por la forma fanfarria, densa, contundente, efectista y resolutiva.
 
“La virtud de hacer grande algo pequeño” es como la OCM ha llamado este concierto. Realmente, las obras no son pecata minuta, pero sí que rinden homenaje a regiones que -especialmente la República Checa- han tenido que luchar para hacer convivir sus rasgos identitarios, maravillosamente plasmados por algunos artistas, en medio de la ortodoxia de la historia de la música occidental. Hay que reivindicar lo único entre lo común, lo que nos diferencia por ser más conscientes de que estamos en un mundo homogeneizador y que se esfuerza en poner en moldes conceptos y personas. La gran explosión de finales del siglo XIX, que tuvo como consecuencia la riqueza del XX, se ha de preservar y difundir, como lo hace la Orquesta Sinfónica Camera Musicae.
 

 
Foto: Esther Yoo. OCM

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Aina Vega Rofes
Aina Vega i Rofes
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