Según comenta el autor, “hay compositores líricos y épicos, y yo me siento más poeta que narrador. Mi talante es este, si puedo decir algo al oído, no la haré gritando, eso depende de cada compositor”. Este es el carácter de las Imatges. Según la concepción de Guix, en la composición de una obra “hay un impulso inicial y el resto es una resonancia muy elaborada de este impulso”.
Como en todas las grandes obras de arte, sus han tenido un proceso vivencial previo y el autor ha dejado su piel, algo de él queda y se transmite. Sobre todo en la música, seguramente porque es el arte más intangible. Guix describe su obra con elementos esenciales: “La armonía y el timbre y la falta de un sentido rítmico. Yo no he buscado el piloto automático en cuanto al sentido rítmico, siempre he buscado unas ciertas irregularidades. La armonía ha sido un elemento que me ha interesado siempre y yo la entiendo también como timbre, es decir, la armonía no es un agregado de notas ni una sucesión de acordes, yo la entiendo como un color y la trabajo como tal”. Imatges d'un món efímer es un buen ejemplo de ello.
En el año 1903, con
Shéhérezade, tres poemas para canto y orquesta,
Ravel hacía su aproximación definitiva al mito de
Las mil y una noches, que ya había intentado musicar sin éxito cuatro años antes, inspirado en la edición que Antoine Galland había hecho de los cuentos orientales y en la suite sinfónica de Rimski-Korsakov. Pero de la ópera que había planeado sólo en sobrevivió la obertura, que fue muy criticada por público y crítica en su estreno, en mayo de 1899 y no llega a publicarse. Finalmente, Ravel la acertaría con el magnífico tríptico formado por
Asie, La flûte enchantée y
L'indiffèrent, a partir de tres poemas de Tristan Klingsor, seudónimo de su amigo, el escritor, músico pintor, crítico y evidentemente fanático wagneriano Léon Leclere.
La composición de Ravel ya presenta la brillante orquestación que el caracterizará, con ciertas alusiones a Debussy y a Rimski-Korsakov, pero con el sello propio que distinguirán sus elegantes armonías. Asie es la primera y la más extensa de las canciones, con una voluptuosa evocación del mito de Oriente, desde Arabia y Persia a China, pasando por la India: “Je voudrais voir la Persia / te la Inde, te puis la Chine / las mandarines ventrus sueldos las sombrillas, / te las princesses aux mais finas … “. Princesas, joyas, paisajes, ciudades, asesinos y esclavos son imágenes del exotismo que fascina el artista francés después del sueño de la fuga de Mallarmé. La flûte enchantée es la bellísima historia de la esclava que escucha, en la lejanía, la melodía evocadora de una flauta, que la transporta al momento añorado en que el amante la besaba en la mejilla: “Il me parez que chaque note s'envole / de la flûte vers ma joue / comme un misterieux baiser”; a través de la música, la chica recupera fugazmente el tiempo perdido de la felicidad. La tercera canción, L'indifférent, tiene una fuerte carga de sensualidad y ambigüedad sexual, la del chico que ignora deliberadamente la emoción que ha provocado al poeta, con su aire femenino: “Tes yeux sont doux comme ceux de una fille “, leemos en este poema de un erotismo refinado.
La interpretación correrá cargo de la soprano rumana Anita Harting, una de las estrellas del actual firmamento operístico. Ganadora de muy joven de varios concursos vocales interncionales, debutó en el rol de Mimí de La bohème en la Ópera Nacional Rumana en 2006. Entre 2009 y 2014 formó parte de la Wiener Staatsoper, con papeles de prestigio como Pamina (Die Zauberflöte), Despina (Cosí fan tutte), Zerlina (Don Giovanni), Micaëla (Carmen) o Susanna (Le nozze di Figaro). Ha actuado en algunas de las salas más importantes del mundo en Tokio, Milán, Viena, Nueva York, París, Bruselas, Berlín o Barcelona, con directores como Fischer, de Billy, Rizzi, Ettinger Elder o Bolton. Hizo su debut en el Liceu con el papel de Violetta de La traviata.
Con
La consagración de la primavera,
Igor Stravinski presentaba en 1913 su obra maestra indiscutible. El subtítulo
Cuadros de la Rusia pagana es muy revelador, porque nos indica el viaje al pasado ancestral, vigoroso y cruel que sueña el compositor para las coreografías de Vaslav Nijinsky y los Ballets Rusos. El entusiasmo que actualmente despierta en los públicos no tiene nada que ver con su estreno en París, el 29 de mayo de 1913, que provocó uno de los motines más célebres de la historia de la música. El ritmo intenso, la sensualidad y la rápida sucesión de ideas musicales, la atmósfera misteriosa donde se desarrollaba una puesta en escena en busca del alma primitiva, rompía todas las convenciones tradicional del ballet y trastornó el público, dividido entre fervorosos partidarios y radicales detractores que provocaron un alboroto que hizo
intervenir la policía. La obra consta de dos partes: Adoración de la tierra y El sacrificio, dos momentos de una aproximación musical llena de innovaciones, los rituales de la fertilidad, del nacimiento y de la muerte, a la vitalidad de la barbarie pagana que había pregonado Nietzsche, “el misterio del surgimiento del poder de la naturaleza”, explicaba el propio Stravinski. La llegada de la primavera va acompañada de los rituales primitivos y de la elección de la virgen que hay que sacrificar con su danza hasta la muerte, a fin de propiciar la renovación de la vida. Tras el impresionante solo de fagot que inicia la obra, los diversos instrumentos hacen aportaciones novedosas, con experimentos en la tonalidad, el ritmo, la disonancia y la acentuación, con un sentido revolucionario de la orquestación y una sonoridad totalmente nueva, antisimfónica: percusiones agresivas y vientos que evocan la naturaleza salvaje, con toques exóticos y evocadores, Alex Ross ha relacionado la obra, no con la antigüedad salvaje, sino con la salvaje modernidad a las puertas de la Gran Guerra, con las ciudades que sacrifican las chicas, los pobres, los judíos o los negros, y así se explica la presencia de sonidos urbanos en la partitura: pistones industriales, silbidos que aúllan o multitudes pataleando en el suelo como las tribus antiguas y bárbaras.
La consagración de la primavera es una obra inseparable de la carrera musical de Josep Pons (1957) que es, sin duda, uno de los directores más relevantes de su generación. Ha trabajado con grandes sinfónicas como la Gewandhaus de Leipzig, Staatskapelle de Dresde, Orchestre de París, Royal Stockholm Philarmonic o BBC Symphony Orchestra y desde 2012 es el director musical del Gran Teatre del Liceu y el director honorario de la Orquesta y Coro Nacionales de España, además de fundador de la Orquesta de Cámara Teatre Lliure de Barcelona y de la Joven Orquesta Nacional de Cataluña. Ha grabado una cincuentena de títulos, galardonados con los Grammy, en Cannes, con el Grand Prix de la Académie Charles Cross o Diapasson de Oro. Debutó en el Liceu en 1993 y esta temporada ha dirigido Kàtia Kabanova, de Janácek, L'enigma di Lea de Benet Casablancas y Rodelinda de Händel.