Critica

La Gioconda o cómo castigar la solidaridad femenina

03-04-2019

El lunes 1 de abril el Gran Teatre del Liceu estrena por segunda vez la coproducción vista hace casi diez años de La Gioconda, una ópera relativamente poco conocida de un autor también poco conocido, al menos para el público general, Amilcare Ponchielli. El cast de lujo fue encabezado por Anna Pirozzi (Gioconda), María José Montiel (La Cieca), Gabriele Viviani (Barnaba), Dolora Zajick (Laura Adorno) y Brian Jagde (Enzo Grimaldo).

La coproducción del Gran Teatro del Liceu, el Teatro Real de Madrid y el Arena di Verona de la ópera “La Gioconda” volvió al teatro de la Rambla con un cast renovado para ofrecer el debut como Gioconda de Iréne Theorin, conocida por sus roles wagnerianos, sobre todo en la Ciudad Condal. Para alegría de algunos y tristeza de otros, Christina Scheppelmann, directora artística del Liceu, salió justo antes del inicio para informar de la enfermedad de la soprano y anunciar el debut de Anna Pirozzi en el rol protagonista. Poco sorprendentemente el teatro de la Rambla se tele-transportó al siglo XIX con una serie de comentarios, jadeos y onomatopeyas al más puro estilo turn-de-siecle bourgeois que pretendían dar muestra de los elevados sentimientos del público hacia un hecho objetivo y tan fuera de su alcance como era el caso.

La orquesta del Liceu empezó a entonar las primeras notas de la velada dirigida por Guillermo García Calvo, que tristemente hizo de la velada un conglomerado musical ciertamente fragmentado y poco brillante. El telón se abrió y se hizo visible la producción diseñada por Pier Luigi Pizzi, ubicada en la Venecia del siglo XVIII y dibujada por puentes negros, niebla y canales llenos de góndolas.

Mientras la orquesta entonaba la obertura salió en escena la Gioconda, interpretada por la soprano Anna Pirozzi, y su madre ciega (la Cieca) – personaje que curiosamente no merece ni nombre propio -, interpretada por la mezzosoprano María José Montiel. Ya desde un buen inicio esta ópera demuestra contar con algo bien insólito a nivel de argumento, algo invisible a los ojos de aquellas personas inmunes a la violencia escénica hacia las mujeres. Y es que esta ópera, sorprendentemente, es protagonizada por una mujer que se relaciona con otras mujeres de su entorno y que se solidariza, un hecho del todo insólito en el mundo operístico habitual. Pirozzi hizo de la Gioconda una maravilla musical y un personaje del que no se podía apartar la mirada; Montiel demostró una gran técnica vocal y actoral, y junto con Pirozzi crearon una sinergia interpretativa y sonora de gran nivel.

El barítono Gabriele Vivari (Barnaba), malvado malvadísimo de la ópera, hizo una interpretación muy interesante del personaje e hizo gala de un timbre hermoso y una técnica fantástica; el tenor Brian Jagde (Enzo Grimaldo), que debutaba en el Liceu, estuvo a la altura del resto sin problemas a pesar de la pequeñez de su papel, y exhibió una voz potente y trabajada que, tristemente, tuvo que hacer pareja con la mezzosoprano Dolora Zajick (Laura Adorno), que a pesar de la buena forma vocal en que se encuentra, hacía de mal ver como Laura Adorno y cada vez que se movía en escena convertía en imprescindible el tenor que le hacía de supuesto amante.

La velada fue desplegándose y después de una primera pausa el público volvió a sentarse para ver el magnífico “Ballet de las horas”, un meta-espectáculo al más puro estilo grandopéra que contribuyó a enriquecer la paleta de colores de la velada y mostrar los cuerpos escultóricos de los bailarines solistas Letizia Giuliani y Alessandro Riga (Compañía Nacional de Danza), que salieron ambos embadurnados de dorado, una con un vestido y el otro con un tanga que seguro hizo hiperventilar un amplio sector del público. Después de este regalo en medio de la ópera a modo de propina musical, el argumento se reanudó y el malvado Inquisidor Alvise Badoero, intepretado por el bajo Ildebrando de Arcangelo, dejó su huella en escena en medio de la multitud de cantantes y bailarines . Tras el alboroto del Acto III, el telón volvió a caer y el público salió a disfrutar de la segunda pausa de la velada, que debería servir para tomar aire antes de la traca final de un lunes por la noche.

El último acto, que como no podía ser de otra manera concluiría con la muerte de la mujer protagonista, transportó la sala al cementerio extramuros de Venecia, donde Gioconda se encuentra con Enzo a quien ha conseguido liberar y a quien explica que ha salvado a Laura Adorno y pretende ayudarles a huir de la ciudad, todo sea por honor a la madre y a la empatía femenina. La Gioconda, habiendo reunido los dos amantes, se reencuentra con el malvado Barnaba, que la quiere poseer sin escrúpulos. Ella sin embargo, decide matarse ante la incredulidad del malvado espía, que ve como sus sueños se rompen, un hecho considerablemente dudoso teniendo en cuenta la fortaleza personal de la protagonista.

La ovación por parte del público barcelonés no se hizo esperar, y cuando Pirozzi salió a saludar, quedó demostrado que, a pesar de las quejas iniciales, la Gioconda le quedaba como anillo al dedo.

Fotos: Gran Teatre del Liceu.

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