Critica

Tosca, como siempre, para siempre

12-06-2019

El pasado domingo día 9 de junio el Gran Teatre del Liceu se abrió para recibir la famosísima Tosca de Puccini, según la visión artística de Paco Azorín. La producción se estrenó con Liudmyla Monastyrska como protagonista femenina, Erwin Schrott en la piel del malvadísimo Scarpia y Jonathan Tetelman como un edulcorado Cavaradossi, elegido a última hora como sustituto de Fabio Sartori.
 

La temporada del Liceu se recuperaba ligeramente tras unos Pescadores de perlas poco agraciados y recibía un éxito asegurado; en este caso la dirección musical estuvo a cargo de John Fiore, que debutó en el Liceu, y la escénica de Paco Azorín; la ópera, que ha sido representada en el teatro de la Rambla nada menos que 176 veces, volvía para asegurar un éxito de ventas y terminar de arreglar una temporada de la que se ha hablado largamente, sea para darle alabanzas o para decir malezas.
 
La orquesta del Liceu abordó el inicio de la ópera con ganas, demostrando una actitud muy distinta a la del pasado mes de mayo y sumándose al Corodel teatro que, bajo la dirección de Conxita Garcia y con el añadido del coro Veus – Coro Infantil Amigos del Unión, pareció haberse recuperado gratamente del estruendo de Bizet. El conglomerado sonoro de la orquesta acompañó el inicio del espectáculo y nos mostró la escenografía ideada por Paco Azorín, vista ya en el año 2014 en el mismo escenario de la Rambla. Quizá se debería abrir un debate sobre la adecuación de los tempos a la hora de programar y de cómo esto afecta la originalidad de las programaciones estables; quizá poniéndolo sobre la mesa y en retrospectiva, se haría patente la recurrencia de algunos títulos y producciones, así cómo las problemáticas que de eso se generan.
 
El tema del malvado Scarpia, entonado poderosamente por la orquesta, marcó la entrada en escena de Angelotti, interpretado de manera apasionada por el bajo Stefano Palatchi, que apareció rehuyendo el poder del personaje que marca musicalmente el inicio de la ópera. Entraron en escena el sacristán, interpretado por Enric Martínez-Castignani y Mario Cavaradossi, personificado por Jonathan Tetelman; el primero demostró un gran trabajo musical y hasta un cierto punto, también actoral; el segundo en cambio, a pesar de la buena planta y el deslumbramiento inicial, demostró tener poca proyección vocal y quedó muy atrás respecto a sus compañeros de escena.
 
Una vez el pintor Cavaradossi entonó las últimas notas de su Damm y colori … Recondita armonía y el público del Liceu – siempre anhelante para alabar cantantes más o menos impresionantes -, la había aplaudido y braveado sobremanera, entró Liudmyla Monastyrska en escena como única protagonista femenina de la velada; de hecho como único personaje femenino, protagonista o no, de la velada. Monastyrska hizo acto de presencia (Mario, Mario, Mario) y evidenció las diferencias entre ambos coprotagonistas; a pesar de los esfuerzos tanto de la soprano como de la orquesta, la voz de Tetelman apenas consiguió atravesar el foso orquestal.
 
Faltaba el malvado barón Scarpia para completar el triángulo protagonista. Un fabuloso Erwin Schrott hizo acto de presencia, con una voz que, quizá por comparación, apareció como algo extraordinario. El bajo-barítono demostró cierta soltura en el papel, con un timbre trabajado y una proyección fantástica. Los tres protagonistas, junto con el resto de personajes, parecían moverse con soltura por el escenario, aunque no parecía haber un trabajo coreográfico muy profundo, y la escenografía pensada por Azorín hizo de marco poco atrevido y muy conveniente de la archiconocida Tosca. El carácter pseudohistoricista de la escenografía, inicialmente definida como el interior de una capilla romana, se hizo extraño en ciertas ocasiones en que el vestuario – diseñado por Isidre Prunés y revisado este año por Lluna Albert – pareció flaquear; los personajes principales llevaban un vestuario más o menos histórico y adecuado al siglo XIX, mientras que el coro llevaba ropa contemporánea al público y los soldados del último acto parecían llevar uniformes de principios del siglo XX. En fin, el desmadre estético quedó en un segundo plano, junto con la actuación de los personajes.

El primer momento estelar de la ópera fue entonado magistralmente por Monastyrska, que hizo de suVissi d'arte algo sobrecogedor. El dúo escénico y musical entre la protagonista y Schrott se convirtió en la esencia del espectáculo, sin la cual el resto no hubiera aguantado mucho tiempo. Tras la declaración de intenciones de uno de los personajes femeninos más queridos de Puccini, el malvado varón fue asesinado con un estilo poco convincente y algo demodé.
 
Tras el empuje vengativo y autodefensivo de la única mujer en un escenario (y mundo) lleno de hombres más o menos malvados y egoístas, el telón volvió a subir para mostrar cómo la escenografía se había transformado para convertirse en algo casi retrofuturista: el que el Castelo Sant'Angelo tomó la forma de una capilla deconstruida, creando un juego de volúmenes y sombras por el que Monastyrska no pareció moverse cómodamente. Lo que habría tenido que ser el segundo momento estelar de la velada, el aria E lucevan le stelle” del romántico artista Cavaradossi fue entonada con fuerza pero no llegó a materializarse con la potencia necesaria.
 
Floria Tosca, después de haber ido escalera arriba y escalera abajo, haber asesinado a un psicópata aristocrático, haber recibido críticas por salvar su enamorado traicionando las más loables causas políticas y llevando en la mano el salvoconducto que debe liberar a la pareja protagonista, ve torcidos sus planes cuando le matan al amante en un último movimiento traidor del malísimo Scarpia. Monastyrska, como muchas otras divas antes que ella, saltó del alto del Castelo para encontrarse con lo que muchos han llamado, poco originalmente y de una manera más bien rancia, “su destino”. En fin, parece que el destino ineludible del público barcelonés está íntimamente relacionado con el repertorio más casposo y el miedo al riesgo más leve.


Fotos: Gran Teatre del Liceu.

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