Lied

Amor a primera oído

31-08-2019

Ya en su recta final, la Schubertíada acogió, el viernes 30 de agosto en la canónica de Vilabertran, la soprano Katharina Konradi y el pianista Eric Schneider para interpretar un programa muy bien construido que combinaba magistralmente lied contemporáneo y romántico. Un concierto exquisito que permanecerá en nuestra memoria.
 

Una voz pura, homogénea, limpia, casi angelical, sin fisuras pero sin llegar a ser cristalina, precisamente, porque tiene mucho cuerpo, carnosidad y sensualidad -conjuminacions difíciles de conseguir en una cantante- emergió con gran personalidad y honestidad escénica en el ábside de la iglesia de Vilabertran, acompañada del versátil pianista Eric Schneider, que sonó entre algodones, sin excesos, respetando el liderazgo de Katharina Konradi con talento y sensibilidad. El dúo hizo una interpretación sublime de un programa concebido por la misma soprano y que iba desde Robert y Clara Schumann, pasando por Brahms y Debussy, hasta Kurtág y Krenek, que han musicado a poetas como Attila József, Paul Verlaine, Heinrich Heine , Friedrich Rückert o Rainer Maria Rilke. Pequeñas escenas que sitúan al hombre ante la inmensidad de la naturaleza, al tiempo que describen las pequeñeces y las grandezas humanas en un programa donde la potencia lírica del artista que se bate con el mundo, intentando sobrevivir a las contingencias para alcanzar el ideal de Belleza y Bondad, se combina con una gran autoconciencia que, en el binomio Naturaleza-Cultura, nos deja rastros poético-musicales como ruinas que nos empujan a reconstruir a nosotros mismos, como seres que contemplamos estéticamente la música y la palabra y, al mismo tiempo, hacemos emerger de los escombros nuestras miserias y grandezas, desesperanzas e ilusiones. Un viaje interior con un faro: la voz de Konradi, extática y llena de autenticidad.
 
El primer bloque nos presentó las afinidades entre György Kurtág y el Töredékek, op. 20, de Attila József, y los Sechs Gesänge, op. 107, de Titus Ulrich, Eduard Mörike, Paul Heyse, Wolfgang Müller y Gottfried Kinkel, musicados por Robert Schumann, un diálogo entre la visceralidad de la palabra viva y descarnada y la dulzura romántica. Kurtág sonó con intervalos complejos y una melodía discontinua, que Konradi interpretó a capela, con gran precisión y una afinación perfecta, dicción precisa y la combinación entre la agilidad necesaria y el dramatismo requerido, en una especie de canto ancestral que nos llegaba a las vísceras, sin concesiones, pero también sin agresividad. Control extraordinario de los reguladores y tensiones y distensiones armónicas que cautivaron al oyente, que sentía un respiro en escuchar las obras más limpias de Robert Schumann, unas canciones que van a lo esencial, despojando de superfluidades y atacando de forma directa nuestras almas con su aparente sencillez. En definitiva, un tour-de-force en que soprano y pianista estuvieron al máximo nivel, ofreciendo generosamente su talento innato -cultivado en las mejores escuelas y curtido en los escenarios.
 
El segundo bloque era un caramelo. La conjunción de Claude Debussy y Paul Verlaine es, sencillamente, un lujo para los sentidos y el intelecto. La dureza de Kurtág y la claridad de Schumann se transfiguró en un sonido etéreo, vaporoso, de melodía sinuosa y un piano que evocaba diferentes colores, activo, interpelador, esencial, para dibujar el carácter impresionista del compositor. Pudimos escuchar una de las cimas de la poesía simbolista, “Il Pleure dans mon coeur / comme il pleut sur la ville”, que, contrariamente a lo que señala el texto, empapado de tristeza y lágrimas, se insertaba en una música movida, despierta, grácil, como si Debussy quisiera aportar la esperanza en la desesperanza. “L'ombre des arbres” sonó melancólico, así como más complejo armónicamente “Aquarelles I. Green”, mientras la alegría trascendía a “Paysages belgues. Chevaux de bois”, en el que no se escapó ni una nota y la compenetración entre soprano y pianista era perfecta, para acabar con “Aquarelles II. Spleen”, donde el amante miedoso por un rechazo declara a la chica que está cansado de todo, menos de ella, porque “Le ciel était trop bleu, trop tendre, / la mer trop verte et l’air trop doux”.
 
Tras la pausa sonaron Clara Schumann, Brahms y Krenek. Un descenso poético desde la magia del amor (Liebezauber, op. 13/3, de Emanuel von Geibel) a la tristeza del paisaje baldío (“Aber die Winter!”, del Ô Lacrimosa, op. 25, con letra de Rainer Maria Rilke). Pero, al mismo tiempo, un ascenso musical desde la grácil melodía schumanninana con una armonía convencional, pasando por un piano independiente y lleno, que convergía y divergía de la voz cantada de un Brahms hasta la creciente experimentación tonal y el expresionismo de Ernst Krenek, con una melodía muy interválica.
 
En Clara Schumann vimos también una evolución, desde la naïveté de Liebezauber a la potencia de Lorelei, de Heinrich Heine, intensa, movida, sin un aliento de esperanza y con un piano mucho más activo que da sensación de velocidad. No es ocioso destacar que Konradi pronuncia muy bien las vocales, especialmente la “a”, tan fácilmente estropeable con una apertura excesiva del aparato sonoro. Por otra parte, la recopilación de Johannes Brahms es un canto a la naturaleza ya la añoranza a seres queridos ( “Vergiß nicht mein”, Kluger) y a la patria (Heimweh II, Groth), que se inicia con una serenata de carácter bastante ligero, pasando por canciones dedicadas a Mädschen (chicas) que viven rodeadas de paisaje y se relacionan con él, y se cierra con clamor a las melodías que nos penetran, suavemente, en el alma con melancolía, pero también luminosidad.
 
Ernst Krenek cerraba el concierto con un regalo que le hizo Rainer Maria Rilke, Ô Lacrimosa, que se convertiría en una obra de juventud (1925) donde el compositor está en el límite entre el post-romanticismo y la expresión de la atonalidad libre con toques expresionistas, muy expresivos, especialmente en los momentos sublimes en que la voz queda desnuda y llegamos a un canto celestial (no en vano, en uno de esos momentos la soprano canta “Himmel”, “Cielo”) o, incluso, una reinterpretación del epokhé husserliana que deja la emoción suspendida en el aire, para terminar triunfal. Además, disfrutamos de dos propinas, un Volklieder de Brahms y Im Abendrot, D. 799, de Schubert.
 
Era la tercera vez que Konradi actuaba en la Schubertíada, pero la primera que la firmante la escuchaba, y fue un amor a primera vista -o primera oído-, un idilio que apenas empieza y que continuará, como mínimo, el día 8 de noviembre en L’Auditori en el marco del ciclo de Cámara. Esperamos que el programa que ha diseñado Konradi para la Schubertíada viaje por tierras cercanas y lejanas, para transfigurar más almas, para ayudarnos a vivir un poco mejor este tiempo devastador y fútil, voraz e insensato, cruel. El arte está para redimirnos del dolor y la fealdad, especialmente, con conjunciones tan felices como las de la voz de Katharina Konradi y el piano de Eric Schneider.

 Fotos: Katharina Konradi, Eric Schneider, Schubertíada de Vilabertran

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Aina Vega Rofes
Aina Vega i Rofes
Editora
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