Òpera

Simbiosis entre Cavalleria y Pagliacci en el Liceu

03-01-2020

La tradición marca irremediablemente el mundo de la ópera. Sacralizar grandes obras del repertorio con una apariencia que muchas veces está lejos de las intenciones o los supuestos originales de los compositores. Es curioso como el paso de los años ha emparejado dos obras de corta duración (el tiempo a la ópera siempre es relativo) como Cavalleria rusticana (1890) y Pagliacci (1892). Ambas comparten estilo (el verismo de la Giovane scuola post Verdi), brevedad y un argumento sanguinario, pero los mismos parámetros se podrían aplicar a otros óperas injustamente caídas en el olvido y que también podrían formar pareja tanto con la ópera de Mascagni como con la de Leoncavallo.

El Gran Teatre del Liceu presenta este diciembre el tradicional díptico operístico con un doble reparto (triple si tenemos en cuenta las voces encomendadas al protagonista). Asistimos a la segunda función de las 12 previstas.

La orquesta del Liceu ha vuelto a demostrar un buen nivel, a pesar de los siempre problemáticos metales que aún no llegan a alcanzar el sonido dúctil del resto de secciones. Supongamos que gran parte del éxito hay que agradecerle el trabajo minucioso del húngaro Henrik Nánási, que dirigió con un buen control de las dinámicas y los volúmenes. Especialmente destacada fue la interpretación de los dos momentos culminantes a nivel orquestal de la velada, los delicados intermezzi, puntos de distensión en los dramas de ambas obras.

El corazón de la casa comenzó inseguro, con unas sopranos de sonoridades aún estridentes y envejecidas. La etérea espiritualidad del Regina Coeli llegó confundida y poco sincronizada con el foso. Afortunadamente, las cosas mejoraron al brindis de la misma Cavalleria y en la ópera de Leoncavallo. Hay que mimar el corazón como uno de los más importantes activos que hará realmente grande nuestro querido teatro.

A Cavalleria rusticana el peso del drama recae en el personaje de Santuzza, la mujer abandonada por el amante al que empuja a la muerte. Oksana Dyka mostró una voz potentísima y poco más. Su instrumento, de sonoridades estremecedoras y poco matizado, supuso un lastre para la emocionante partitura de Mascagni. Tampoco le favoreció una torpe prestación a nivel escénico.

A su lado, el Turiddu de Teodor Ilincai nos pareció interesante, con una voz sana y suficientemente potente para la gran sala del Liceo, pero con una interpretación demasiado controlada y poco expresiva. Todavía tiene que hacer su parte de Turiddu.

Del trío protagonista, sin duda, el más destacado fue Àngel Òdena, con una excelente personificación del pijo Alfio: tesitura homogénea, graves rotundos y agudos controlados. Bravo! Completó el reparto la muy sentida y imponente Mama Lucia de Elena Zilia y una sorprendente Lola en la voz de Mercedes Gancedo.

A Pagliacci el aspecto vocal fue mucho más compacto. Òdena nos mostró ahora como el sibilino Tonio, ostentando una vez más sus excelentes cualidades, especialmente destacadas en el prólogo de la obra.

Marcelo Álvarez es un buen Canio, conoce a fondo la partitura y sus secretos, pero una cierta falta de volumen y un canto un poco temeroso no acaban de conformar como resultado una actuación que deslumbre al público, ni siquiera en su famosísima y esperada aria “Vesti la giubba”. Faltó pasión y arrebato vocal.

La Nedda de Dinara Alieva es convincente, más en el apartado actoral que el vocal. Tiene una excelente técnica pero una voz poco destacada y de poco brillo, aspectos que suple con su implicación escénica.

A su lado, el Silvio de Manel Esteve supuso el complemento perfecto, tanto por su actuación (que en esta producción ya empieza en la ópera anterior) como a nivel vocal. El soñador dúo entre Nedda y Silvio fue uno de los momentos más destacados de la función.
 
La gran triunfadora de la noche fue la imaginativa producción de Damiano Michieletto, ya conocida en su estreno en el Covent Garden londinense. Michieletto mezcla personajes de ambas óperas para crear una simbiosis que afortunadamente no traiciona en ningún momento a la esencia de cada parte. El cinematográfico neorrealismo que envuelve la escena, magistralmente iluminado por Alessandro Carletti, se corresponde a la perfección con los veristas pentagramas de Mascagni y Leoncavallo.

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