Sinfónica

La exquisita melancolía de la OCM

18-02-2020

Este pasado domingo, la Orquestra Simfònica Camera Musicae protagonizó, en el Palau de la Música, un concierto delicioso con el tenor Mark Padmore. Interpretó la Serenata de Britten con el trompa Pablo Hernández bajo la dirección de Tomàs Grau, con una segunda parte que acentuaba a los matices de la Quinta de Shostakovich.
Era de aquellas tardes de febrero en las que empiezas el concierto con el sol filtrándose por los vitrales de la sala modernista y, poco a poco, el crepúsculo va dejando el protagonismo al escenario. La maravilla de la luz, coloreando a los redondeos de la sala, también era la luz que desprendía la voz de tenor británico Mark Padmore, limpia, brillante, redonda, elegante y asimismo penetrante. La Serenata para tenor, trompa y orquesta, op. 31 nos situaba en aquél mundo tan britteniano de radical modernidad pero, asimismo, de la placidez de lo conocido y agradable que, en este caso, relata escenas al atardecer que quieren desprender una sensación de paz sosegada.
 
Al inicio, enmedio del silencio, emergió el sonido de Pablo Hernández, un trompa de gran sensibilidad y técnica, pero també experiencia, pues empezar el concierto con un solo es peligroso -deseos de Britten-, pero disfruta de grandes recursos expresivos y la afinación que mostró durant toda la pieza també la avala como un digno solista. La orquesta, integrada por las cuerdas, supo crear el clima adecuado para acoger la voz y la trompa y demostró un control excelente de la obra, que no es nada fácil. Aquí se notaban los horas de ensayos y el talento del maestro Tomàs Grau, que mostraba un conocimiento profundo de la obra, al tiempo que sus recursos comunicativos es hacen cada vez más manifiestos. Se nota que, desde el minuto 1 de ensayos, la OCM quiere sonar como si fuera el día del concierto.
 
El programa se presenta con máxima coherencia, pues no solamente las dos obras son contemporáneas, sino que tratan de la mismo drama: la guerra y el totalitarismo resultante. Britten escribió su obra en plena Segunda Guerra Mundial, ya en Inglaterra, y Shostakovich, justo antes del conflicto, en 1937, cuando el stalinismo ya había hecho muchos estragos. En 1955, Andrei Olkhovsky establecería el canon de los compositores soviéticos: Dimitri Shostakovich, Sergei Prokofiev y Aram Katxaturian. A diferencia de los exiliados Rachmaninov y Stravinsky, deberían adaptarse, cada uno a su propia medida, al Realismo Socialista.
 
Después de Lady Macbeth, Shostakóvich seria reeducado y abjuraría de su música antisoviética. No olvidaría las prescripciones del Pravda bajo el título de “Caos en lugar de música”. Había que evitar aquella composición “apolítica y confusa”, aquél “gusto pervertido de los burgueses para su música inquieta y neurótica”, de carácter “nervioso, compulsivo y espasmódico”. Su siguiente obra, la Quinta Sinfonía, sería saludada por la crítica burocrática de forma oximorónica: como una “tragedia optimista” que devolvería al músico al auténtico arte del pueblo. Porque Lenin ya había establecido que “el arte es del pueblo” y había que componer de forma inteligible para los mineros y los siderúrgicos, para los campesinos que volvían a casa después de una esforzada y patriótica jornada laboral.
 
La historia de Shostakovich es un capítulo más de las tortuosas relaciones entre el arte y el poder, porque la historia del arte sólo es una forma de contar la historia del poder. Sus quince sinfonías ocupan una posición privilegiada en busca de la “vía soviética a la sinfonía”, con el difícil equilibrio entre la solemnidad y la propaganda oficiales y la originalidad creativa.
 
La interpretación de la OCM fue madura y expresiva en todas las sus secciones, planeando por la luz y la tiniebla de una partitura surgida del sufrimiento que, en lugar de filtrarse en cada frase y dejarnos abatidos, el maestro Tomàs Grau hizo sonar fluida, con un sonido plástico y rica en dinámicas. Grau supo encontrar la justa medida, a través de las sutilezas de la página, para relatar la “tragedia optimista”. Una pieza que conmovió y removió, como debe hacer toda gran obra maestra y la orquesta que la interpreta, que actúa como revulsivo para hacernos reflexionar y, al mismo tiempo, transfigurarnos a través de un hedonismo trascendente. Puede el arte tener algún fin más supremo?

Fotos: Mark Padmore, Tomàs Grau


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Aina Vega Rofes
Aina Vega i Rofes
Editora
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