El último Foro Barcelona Clásica tuvo lugar el miércoles 19 de junio en el Club Wagner con invitados de excepción como el mánager de cantantes más importante de España, Miquel Lerín, la soprano Júlia Farrés y el tenor David Alegret. El debate, que contó con una alta participación, versó sobre “Los retos de la interpretación lírica actual”. Aina Vega ejerció de moderadora y ofreció el marco conceptual a partir del cual se discutió todo.
La música, ya desde sus orígenes, ha estado siempre ligada a la palabra. Poesía y música están intrínsecamente relacionadas por el ritmo, pero también por la sonoridad que se desprende del recitado de las palabras que, combinadas, confieren al conjunto una determinada musicalidad, especialmente apreciada en la modernidad, tras la aparición de la poesía simbolista y el abandono de la rima. Adorno sitúa los orígenes de la música en “el gesto i el lamento” que, con la aparición del lenguaje, devienen cantos de guerra y amor entre los hombres y los dioses. En Grecia, tanto la épica homérica, el canto de guerra recitado al son del aulós, como la posterior lírica –término que, recordémoslo, viene de lira- se recitaban siguiendo versos de unidades métricas fijas, los pies, como el yambo o el troqueo. La misteriosa relación entre palabra y música que se establece en el coro trágico atravesó los siglos hasta provocar la fascinación de Nietzsche, por su capacidad de interpelar a los héroes –y al demos ateneniense- con su fuerza catártica. Los cantares de gesta de la primera Edad Media, como el Nibelungenlied o la Chanson de Roland, enaltecen hacia la categoría de mito los brutales conquistadores hambrientos de gloria. El escenario musical pronto será la iglesia, donde deviene fundamentalmente el paso de la monodía a la polifonía a partir de la confluencia de diferentes voces, que se supeditarán a un texto sacro que a menudo recorre a los melismas para poder conseguir el encaje entre música y palabra. Y, mientras en la casa del Señor el cantus firmus de la misa del Homme armé ayuda a los fieles a ganarse el cielo, el trovador busca a la infiel trovando las palabras ante la casa del señor feudal. Pero el género que elevará a la máxima categoría la unión entre música y palabra será la ópera. En el Barroco se dan las condiciones necesarias para el nacimiento de un género que terminará por sintetizar todas les artes bajo una misma batuta: en el gran teatro del mundo, la vida es sueño (Calderón de la Barca). Las óperas barrocas y, en gran medida las clásicas, mantienen el recitativo con una base de bajo continuo entre aria y aria. Incluso el primer Mozart nos ha dejado testimonio de un Singspiel como Die Entführung aus dem Serail (1782), donde el bajo continuo desaparece y el recitativo se convierte en una obra de teatro con arias que lo complementen, como indica bien su nombre. Después del Romanticismo, la ópera wagneriana unirá aún más intrínsecamente la palabra y la música, haciendo que el conjunto harmónico-melódico resulte tan narrativo como la propia palabra –o, incluso más- y dejando obsoleto el recitativo. El viejo lied compartirá reparto con la ópera convirtiéndose en la joven promesa del Romanticismo, que hace de la canción popular el exquisito divertimento de una burgesía que se deleita por sentir, en voz de soprano o tenor, los versos de un Wanderer escindido entre el Yo y el mundo. Aún quedan lejos el Sprechstimme o Sprechgesang de Schönberg, que pueden ser considerados un retorno purificado al lamento originario.